Entornaban los ojos para aguzar la mirada, aunque no estuviesen viendo nada en particular. Estaban casi al borde de un acantilado, el horizonte se abría eterno frente a ellos; era un bonito ocaso, que regalaba un cielo inmenso de bellos colores entre naranja, rosa y hasta tonos púrpura, con un luminoso zócalo dorado. El mar presentaba su susurro perenne obsequiando su salada brisa fresca. Por momentos hubiera parecido como si alguno de ellos pretendiera romper el silencio, pero no, eso no pasó. Como si de una ensayada coreografía se tratase, sincronizadamente ambos bajaron la mirada hacia el fértil suelo, alfombrado de pasto, hierbas y alguna que otra rebelde florecita salvaje. Divisaron un caminito de hormigas, y comenzaron a seguirlo, alejándose del borde, adentrándose en la estancia. De pronto habían perdido todo interés en el caminito de hormigas y fueron corriendo hasta el jardín de invierno, uno de los mejores ambientes del antiguo caserón; era la hora de la comida. Bebieron agua primero, luego se dispusieron a saborear el manjar de la cena mientras llenaban las pancitas. Sin prisa, pero sin pausa, fueron vaciando los platos. Bebieron un poco más de agua, dieron las gracias, y caminaron a través del jardín de invierno para entrar a la biblioteca. La biblioteca era una habitación realmente amplia, muy cómoda y con muchos espacios especialmente acondicionados para disfrutar de la vista exterior. Escogen uno de estos espacios para echarse una siesta, se acomodan, y al poco tiempo ya se habían quedado dormidos. El tiempo pasaba de una manera muy particular entonces, y eso estaba bien. Ella despierta y observa a su compañero, que estaba como intentando cubrirse los ojos, en un claro gesto defensivo. No quiere despertarlo, pero sabe que él no está en un lugar lindo, está soñando nuevamente con ese áspero pasado, que si bien había quedado muy atrás, también había quedado muy adentro. De repente ella se identifica con ese gesto, no quería que la absorbiera pero así fue, y se encontró en una fría noche de lluvia, bajo una cajita de cartón junto a su compañero, justo la noche que pensaron sería la última, cuando la tormenta arrancó de cuajo el cansado árbol que cayó estrepitosamente a su lado, llenándolo todo de agua, ramas, hojas y desesperación. El crepitar del fuego de la chimenea la saca de esta desagradable ensoñación, pero su compañero, que había ido mucho más profundo, más allá del muro de los sueños, aún se debatía entre la incertidumbre y la supervivencia, así que se acerca con mucha dulzura y apoya su pecho en la agitada espalda de él, en un intento de reconfortar desde la calidez del contacto externo hacia la serenidad del sueño, y funciona. Él ya no se estremece, el gesto del rostro se le va suavizando, ella suspira aliviada, y al fin ambos se sumergen ahora en un descanso onírico. Pasó así la tarde, una más en esa nueva vida, y al despertar se estiraron para desperezarse, él dio un sonoro bostezo, y aunque a ella le costó un poco más, enseguida terminó de despertar para continuar a la par de su compañero. Fueron a donde estaban los humanos, los saludaron muy alegremente, compartieron un rato de juegos y cariñitos, eran muy afortunados de haberse encontrado con ellos, justo a la mañana siguiente de la aterradora tormenta; desde que los humanos decidieron hacerlos parte de su familia, ella y él pasaron a tenerlo todo, hasta nombres. Sólo que aún pasaban varias horas por las noches despiertos, atentos, como cuando estaban en las calles, se turnaban haciendo guardia, aunque llegado el amanecer ambos se quedaban dormidos. Y cuando el sol brillaba en lo alto salían a apreciar la inmensidad de su nuevo mundo, llenándose la vista de esa armoniosa amplitud. Entornaban los ojos para aguzar la mirada, aunque no estuviesen viendo nada en particular.
top of page
bottom of page