Hola Alejandro.
Anoche soñé con vos otra vez. Me desperté con una buena sensación, fue como si hubiéramos estado charlando de verdad, como antes. Vos estabas igual que en los 90, yo no. Yo me veía como ahora, como creo que me veo ahora, o eso me pareció dentro de lo que uno puede recordar de un sueño. Lo que sí me quedó grabado fue que en esa charla nocturna me preguntabas por todos, querías saber qué había pasado durante tu ausencia, y yo te decía que te iba a escribir para contarte. Y aunque no sé hasta qué punto una promesa hecha en un sueño es un compromiso que se debe respetar, voy a tratar de cumplir.
Dadas las circunstancias, voy a hacerlo a la antigua. Se siente extraño escribir otra vez en una hoja de papel con renglones, usar una lapicera. Ya casi no se hace, sabés, hoy todo es digital. Las palabras se tipean y se corrigen en pantallas, aparecen y desaparecen apretando un botón. Ya no reflejan la luz, las letras mismas son fluorescentes. Pero no tendría sentido mandarte un correo electrónico. ¿A dónde te lo iba a mandar? Si vos te fuiste hace treinta y pico de años, cuando toda esto de las redes y la comunicación instantánea no existía. Nunca tuviste una casilla de mail, no llegaste a ver esas cosas. Así que por ahora en papel te escribo y en papel te lo haré llegar, si tal cosa es posible.
Y es que es muy difícil, porque para empezar necesitaría una dirección, un lugar. En todos estos años nunca quise volver a pasar por donde te dejamos. Ya ni siquiera sé si seguís ahí aunque conservo en la billetera la tarjetita con las indicaciones que nos dieron el día que te fuiste. Pero nunca volví, ¿para qué? Con los chicos decíamos que ese no era tu lugar, que si te habías quedado en algún lado tenía que ser en tu casa, o en el bar de enfrente del colegio. Aquella mañana de Noviembre fuimos todos juntos, incluso con Laura, en el Renault, siguiendo el cortejo, y Jano dijo que vos no ibas adelante, no ibas en el auto negro. Que seguramente estabas con nosotros, apretujado en el viejo cacharro. “Debe ser más cómodo allá”, dijo el bestia de Pedro. Nos reímos un poco, me acuerdo, entre tanto llanto. Éramos jóvenes.
Así que no te fui a visitar nunca, no volví, y en los primeros meses que siguieron escribí bastante, y te escribía a vos. Fue una forma de hacerte compañía, o vos a mí en realidad. Si ya no podíamos conversar mientras preparábamos algún parcial o tomábamos un café, el juego de imaginar lo que dirías ante cada situación fue una forma de traerte para acá. Esas palabras no se decían pero quedaron escritas en hojas amarillentas mecanografiadas en la vieja Olivetti y a algunas todavía las conservo. Otras las tiré, como conversaciones que uno se va olvidando.
Esas páginas no las leyó nadie, me las guardé para mí. Cada tanto las releo pero nunca las compartí, ni siquiera con nuestros amigos. Eran algo entre vos y yo, y después de un tiempo dejé de escribir sobre eso. Pasaron los años y cambiaron muchas cosas; lo que en algún momento te obsesiona y te parece que es lo más grave que te pasó o te va a pasar se va diluyendo. La vida te distrae a cada rato con otras urgencias, a veces importantes, a veces no tanto, pero la verdad es que no puedo quejarme. Hoy que te escribo de nuevo todo es distinto, dejame que te cuente que al fin y al cabo es lo que me pediste.
En los primeros meses, casi año o año y medio te diría, estuvimos todos muy unidos, incluso con Laurita. Nos hacíamos compañía y hasta hubo un par de viajes en banda a la costa, todos apretados en el Renault. También pasamos algunas veces por tu casa a saludar a tu vieja. Nos daba algo de tomar y hablábamos un rato. Se ponía contenta de vernos, creo; estaba siempre abrazada a tu perro. La obsesión mía en esa época era no olvidar, no olvidar nada, nunca. Yo les decía siempre a los otros (menos a Laura, a ella no porque se ponía mal y lloraba mucho) que la memoria era lo que quedaba en pie, siempre, y que entre todos y cada uno, con nuestros recuerdos, podíamos hacer casi que estuvieses ahí, en la mesa del bar como siempre. Hablábamos mucho de vos en esos primeros años. Después ya no tanto.
Es que fuimos creciendo, eso no se puede evitar y aunque uno no quiera el pasado se va desenfocando. De a poco, sí, y medio que no te das cuenta de tan de a poco que sucede, pero cambiás. A Laura le fuimos perdiendo el rastro así, despacito. Con naturalidad, sin ceremonias, la dejamos ir y un día ya no supimos nada de ella. Todos, más tarde o más temprano, seguimos adelante: nos recibimos o no, cambiamos de carreras, de trabajos, nos mudamos, formamos parejas y familias, tuvimos hijos. Ya no nos vemos tan seguido. Muy poco en realidad, pero vos te reirías mucho con las historias que surgieron desde de que te fuiste. Verías que cambiamos, pero en el fondo cada uno conserva la esencia de lo que era de chico. El que estaba loco sigue medio loco aunque ahora parezca un profesional responsable y el que era un soñador sigue soñando aunque cada vez tenga menos margen para fantasear. Vaya a saber en qué andarías vos si no te hubieses quedado en el camino. A veces pienso en eso.
Ahora tengo estas hojas de cuaderno para darte; en la letra despareja se nota que hacía mucho que no escribía a mano. Pero no estoy seguro de dónde dejarlas. En la calle en la que estaba tu casa hoy solo hay edificios de departamentos que por supuesto no tienen un buzón para los recuerdos. Tal vez se las lea a mis hijos, ellos saben quién fuiste porque muchas veces les hablé de vos. Me gusta pensar que dentro de un tiempo, de alguna forma indirecta, ellos también puedan recordarte o evocar una anécdota donde hayas estado presente, aún sin haberte conocido. Quién te dice, capaz que para entonces estemos todos juntos otra vez, en algún bar, conversando como antes.
lo que en algún momento te obsesiona y te parece que es lo más grave que te pasó o te va a pasar se va diluyendo.
La clave de la vida!!