Amor
Mariano faltó a la librería justo un viernes, el día de más trabajo y de entrega de pedidos. Los viernes Facundo disfrutaba al quedarse solo mientras Mariano distribuía los pedidos en el barrio. No le disgustaba la presencia de su compañero y amigo. Sólo que desde hacía 25 años, luego de leer muchas novelas románticas se había convencido de que el amor le llegaría como un rayo que atravesaría la puerta de la librería un día viernes. Y prefería estar solo cuando el amor, al fin, llegase. En ese entonces, con 21 años recién cumplidos y terminando la carrera de Letras, había esbozado un retrato de su futura amada: larga melena. Si pudiera tener ojos verdes, mejor. Pecas, por favor. Y que entrase buscando un libro sobre mitología celta.
Facundo sonrió mientras pensaba en los estereotipos, lo idealista y, sobre todo, lo estúpido, que se puede ser a los 20 años. La vida le trajo un matrimonio con una profesora de Geografía, una vida apacible que transcurría ordenada, día tras día. La librería tenía su encanto y le daba la posibilidad de leer casi todo lo que quería. Llegaron algunos viajes con su esposa y la amistad con Mariano, con el que iba a la cancha de vez en cuando. Los hijos tardaron, pero llegaron: mellizos, luego de un largo tratamiento y un enorme esfuerzo de Gabriela. Pasaron 5 años de los que nada recuerda, pero ya con los chicos en el jardín, el devenir del tiempo fluía constante y sereno.
Creía que la rutina, al contrario de lo que le pasaba a la mayoría de las personas, lo ordenaba y le traía paz, seguridad. Previsibilidad. Nunca imaginó que Gabriela le plantease el divorcio con la misma tranquilidad con la que había aceptado su propuesta de matrimonio. Con afecto, le dijo que que los chicos ya estaban más grandes, que ellos dos siempre se llevarían bien, pero que aún eran jóvenes y que podían encontrar un amor que, además de un proyecto en común llenara de emociones sus vidas.
Perplejo, empezó terapia, menos por búsqueda de respuestas que porque eso era lo que hacían los porteños profesionales de clase media, incluso aunque no pasasen por un divorcio. Descubrió que el tratamiento no era del todo en vano y lo ayudó a darse cuenta de que su sobriedad en la manifestación de sentimientos podía ser tomada por los demás como apatía y desinterés. Que tenía un poco de envidia de su hermano mayor y que esa envidia no excluía quererlo profundamente. Que lo había marcado mucho cumplir años en enero. Y que estaba un poco enojado con su padre.
El esclarecimiento no trajo amor. Cumplió 40 y pensó que mucho no importaba. Que quizás los 50 trajeran a una mujer tan tranquila como él, a la que le gustara leer, ir al cine y caminar. Ya no creía en el rayo celta entrando por la puerta de la librería y tomó ese cambio como un signo de madurez. El amor se construye, esas cosas. Eso sí, le contó a su analista que los viernes se permitía mirar la puerta con cierta esperanza y que no le parecía mal ese homenaje al joven que fue.
Era hora de ponerse en marcha. Dado que Mariano no estaba, haría los repartos a domicilio en dos tandas. Cerraría unos 45 minutos a la hora del almuerzo para caminar por el barrio. Y yéndose media hora antes sería más que suficiente para llevar los libros más alejados, ya de camino a su casa.
Como se anunciaba lluvia distribuyó todo en dos bolsas de nylon, fuertes y a prueba de agua. Subió el cuello del impermeable y cerró la puerta, dando vuelta el cartel que decía “Librería Ítaca: Vuelvo en 30 minutos”. Al llegar a la esquina se dio cuenta de que había omitido envolver para regalo el libro que la señora Schwartz iba a regalar a su cuñada. Bufó. Aunque con un gusto literario muy cuestionable, era una clienta regular, amable y buena gente, pero detallista con esas cosas. Volvió sobre sus pasos, después de todo, no eran más que 50 metros.
Apresurado, porque no quería caminar bajo la lluvia, metió tan rápido la llave que sólo al cerrar la puerta vio que en el rellano entre las dos vidrieras una mujer morocha de pelo corto le sonreía mientras levantaba la mano para llamar su atención. No escuchó su voz, tapada a la vez por el vidrio de la puerta, el ruido de la lluvia y un trueno fuerte que sacudió las lámparas. Pero la boca y los ojos brillantes decían: “¿Está abierto?”. De su cuello colgaba una cruz celta.