(Hace una década ya escribí para El Amante este texto largo sobre los Oscar y la crítica de cine; hoy pienso exactamente lo mismo salvo porque La noche más oscura me parece, revisiones mediante, una obra maesta, y porque no alcancé a vislumbrar el daño del "influencer" en el pensamiento sobre el arte; lo demás, creo, sigue vigente)
Hace años que vengo siguiendo la temporada del Oscar con cierto rigor “cientìfico”, si vale el término. Un hobby, en realidad: dado que uno está obligado por trabajo a ocuparse del asunto, le encuentra alguna utilidad. Lo que creo -y esto desde siempre- es que el Oscar funciona como diagnóstico cultural. Por cierto, hablar de sociología, historia o política tiene poco que ver (algo tiene) con lo que creo que es la crítica de cine. Pero últimamente -esto se lo dije al amigo Juan Villegas respondiendo la crítica de Quintín en su blog La lectora provisoria- los críticos hemos involucionado en la Argentina, y nuestros textos suelen ser o bien prospectos (“película contraindicada para quien quiera emociones fuertes, puede producir somnolencia”) o bien a esa peste llamada contenidismo (“estar a favor de esta película es estar del lado de los buenos, es ser bueno”). Hace mucho que no hablamos de formas, de estéticas, de cómo mira el mundo otra persona a través del cine, o, central, de cómo es esa mirada que nos propone. Volviendo a los Oscar, creo que nuestras categorías críticas han sido colonizadas en gran medida por los mismos criterios con que la Academia, después de todo menos una asociación estética que económica, impone desde hace más de cuatro décadas. Eso me preocupa mucho: casi todo lo que leí respecto de estas nueve películas en los medios de los Estados Unidos no tiene nada que ver con el cine. O el prospecto o el reverso de estampita, todo el tiempo. Me duele mucho decirlo pero me aburre -y no me aporta nada- leer la mayoría de las críticas de cine que se publican hoy. No era el caso hace quince años, o diez.
El Oscar es un muestrario no del cine de Hollywood -cuyo verdadero arte se refugia sobre todo en el mainstream y en la poética de los géneros- sino de lo que Hollywood quiere creer que es. En un tiempo, pensé que la verdad del cine estadounidense estaba en los MTV Movie Awards, votado por público mayormente joven. En cierto sentido puede ser: es qué encuentra el público que más asiste a las salas de relevante en las películas que le gustan. Pero el gesto irónico, sarcástico, distante también muestra que en realidad el cine ha perdido gran parte de esa relevancia incluso para ese público. Cuando se pregunta qué tienen las series televisivas que generan tanta adhesión, debería pensarse en que la obligación de mantener al espectador semana a semana, día a día frente a la pantalla obliga a sus productores a pensar qué puede interesarles y a interesarlos. A volver a aquel mecanismo de la novela decimonónica -siempre por entregas- que luego mutó y se refugió, Griffith mediante, en la narración clásica de Hollywood. Pero da la impresión de que a la prensa cinematográfica hoy solo le interesa la utilidad del cine.
Los nueve films nominados a Mejor película este año (no hubo diez, que es el tope: es la primera vez desde que se amplió nuevamente el número que no hay un film animado en la lista, justo el año de Frankenweenie y Madagascar 3) son Los miserables, Django sin cadenas, La noche más oscura, La niña del sur salvaje, El lado luminoso de la vida, Lincoln, Argo, Amour y Una aventura extraordinaria. La que más “me gusta” es El lado luminoso (8), la “mejor” es Argo (9), la peor es Amour (1). El promedio me da en realidad algo más de seis. No coincido con varios de mis compañeros de la revista en que Django o La noche... sean grandes films: me parecen apenas buenos. Me gusta un poco más Lincoln, incluso, al que veo como algo mucho más complejo que su apariencia de “película Billiken” (lo mismo me había sucedido con Amistad, film con el que se relaciona de modo directo). De todos modos, esto es poco importante: es mi opinión “profesional” y este texto no quiere evaluar la calidad de las películas sino otra cosa. Aclaro que se escribe un par de semanas antes de que se entreguen los premios y que me importa más bien poco quién o qué gane (salvo que deseo fervientemente un Oscar y un Balón de Oro y un Nobel para Jennifer Lawrence, que es la felicidad hecha actriz).
En el conjunto hay figuras y personajes recurrentes: agentes de la CIA (La noche... y Argo); gente que va por todo (Lincoln, La noche..., Los miserables), hombres perseguidos (Django, Los miserables), obsesos (La noche..., Django, El lado luminoso..., Lincoln, Amour), seres que pierden la inocencia (Una aventura..., La niña..., Los miserables, Lincoln). Pero en un conjunto mayoritario (Lincoln, La noche más oscura, Django sin cadenas, Argo, Una aventura..., El lado luminoso de la vida) tiene un solo tema: el mundo necesita la ficción para sobrevivir. Me hago cargo de que en realidad parece una idea trivial expresada de modo sofisticado, pero refinemos: lo que digo es que en todas esas películas aparece la idea de que es necesaria una ficción, una mentira, para que el mundo siga andando de alguna manera. Para rescatar a los diplomáticos estancados en Irán, para encontrar y matar a un terrorista, para rescatar a una mujer y hacer justicia, para hacer aprobar una ley, para convencerse de que uno no ha cometido por fuerza una atrocidad, para poder vivir a pesar de una enfermedad mental. Se dice que uno de los temas del cine es el cine y en todas estas películas eso sucede, lo que obligatoriamente debería llevarnos a pensar por qué en este síndrome que es el Oscar, de pronto abunda. Al punto de que incluso algunos temas se repiten (vean, si no, la ligazón que hay entre Django y Lincoln, o entre La noche... y Argo). Seguramente el crítico perezoso hablará de la esclavitud en las primeras dos películas y de la “apología de la CIA” en las otras dos, por ejemplo (también podría explicarse fácil, haciéndose el sagaz analista político, porque estamos en la era Obama y la esclavitud y la reivindicación de las instituciones al servicio del pueblo son parte de la vulgata cotidiana en aquel país). Perezoso y contenidista, por cierto, pero hay demasiado de esta clase de lecturas y parece que nunca se hubiera escrito de la forma de los films, como si nunca, jamás, hubiera existido por ejemplo esta revista. Cuando todos estos films hablan específicamente de que hay algo detrás de lo que vemos o concebimos como “normal”. De hecho, también dicen que la historia, o la Historia, podría haber sido otra.
Django sin cadenas, por ejemplo, tiene un lazo importante con Bastardos sin gloria que no pasa ni por el estilo de Quentin Tarantino, ni por la presencia de Christoph Waltz, ni por la cuestión de la venganza. De hecho, tanto Bastardos... como Django, las dos películas de Tarantino que se ubican en un mundo de fantasía que finge ser un punto de inflexión histórico del mundo “real”, no son films sobre cómo alguien cobra revancha por las injusticias a las que se ve sometido. Eso eran Jackie Brown -donde la suma de condición femenina y ser negra ponía a Pam Grier en un trabajo horrible y mal pago, a merced de cualquier tipo inescrupuloso- o Kill Bill, donde lo que servía como base a la fantasía de venganza era la interrogación que un hombre se hace respecto del misterio de ser madre. En ambos casos, la condición del personaje central (más el hecho de que sea mujer) hacen que no pensemos más que en el cuento de venganza. Pero las otras dos, no. Lo que Tarantino hace es componer dos ucronías: en la primera, la determinación de una banda de asesinos psicóticos, una sobreviviente judía de una masacre y un negro acaba con el Tercer Reich. En Django, un negro liberto y un alemán terminan con un símbolo del régimen esclavista antes de la Guerra Civil. Siguiendo un poco el razonamiento, si Django, ese superhéroe de a caballo, siguiera vivo y diera el ejemplo, no habría habido Guerra Civil: basta la mirada de los esclavos de la primera secuencia y los de la anteúltima para comprender de qué se trata todo esto, a dónde va Tarantino con estas dos películas. Lo que hace es preguntarnos ¿por qué ante el abuso absoluto de un poder quienes lo sufren no se rebelaron? Uno podría preguntarse -muchos lo hacen, basta leer el libro de Hanna Arendt sobre el juicio a Eichmann- por qué los judíos europeos no se unieron contra los nazis. O por qué -basta ver Lincoln, donde se repite varias veces que había en 1865 cuatro millones de negros en los Estados Unidos- no se unieron todos y dieron por tierra con la esclavitud. El historiador y el sociólogo tienen respuestas a esos interrogantes, pero el cine no es el arte de dar respuestas sino, como todo arte, de plantear preguntas. La puesta en escena de Tarantino (la puesta en escena, repitamos, no el guión, no la actuación, no el manejo de cámaras, no la “intencionalidad” política) dice que Django, el personaje, es posible. Que era posible un pistolero negro, que era posible que venciera a los tipos más malos del mundo. Posible en la película, y de allí que la reconstrucción de época deba ser minuciosa: dados estos elementos, sin tomar ningún anacronismo, ¿era esto posible? A tal punto esa posibilidad que el manual académico o el falso maestrito dicen que no era real aparece con fuerza en la película que, otro gesto de puesta en escena, Tarantino crea al auténtico villano Stephen, el negro viejo, malo y dominante que en realidad maneja la plantación del infeliz Calvin Candie. En Bastardos... la cosa es mucho más indecidible. Pero en plantear esas dudas reside el poder de la ficción en el cine cuando el cine es bueno. Deberíamos volver a analizar eso, es un buen ejercicio para comprender con cierta ecuanimidad y distancia el mundo que nos ha tocado en suerte.
Lincoln es la historia de otra ficción. La ficción se llama “historiografía”. Por un lado, vemos a un monumental -literalmente, ver su primera aparición sentado como si fuera el famoso mamotreto marmóreo sito en Washington- de Daniel Day-Lewis como Lincoln. El poder de la ficción nos hace decir “está igualito”, cuando nadie sabe a ciencia cierta cómo se movía, gesticulaba, hablaba, se paraba, sonreía, insultaba o comía Abraham Lincoln porque, claro, cuando murió el cine aún no se había inventado. Hay daguerrotipos, hay cuadros, hay descripciones. Pero el Abe de Day-Lewis es una invención de él y de Spielberg, como el Abe de El joven Lincoln es una invención de Ford y Henry Fonda. O, ricemos el rizo, conociendo a Spielberg, el Lincoln de Lincoln es hijo del director, del actor y de la dupla Ford-Fonda. Pero esa ficción que es el presidente que abolió la esclavitud oculta (como un monumento enorme) un proceso político que es cualquier cosa menos transparente. Oculta que Lincoln logró lo que se propuso sin necesariamente atenerse a las reglas. Es interesante, porque el hecho de que su causa fuera justa, que se celebre, que Spielberg coloque esa maravillosa secuencia de Stevens volviendo a su casa y a su amor con la declaración ratificada en la mano, nos emociona absolutamente. Pero no nos hace olvidar que el personaje ha quebrantado la ley más de una vez, que presiona a los suyos de un modo a veces cruel, que miente, engaña y prostituye a otros para lograr lo que desea. Lincoln, el personaje, tiene que montar la ficción de Lincoln, el amado hombre de pueblo devenido presidente, para que pueda cumplir el rol que cree que la historia le asigna a Lincoln, el político y, en última instancia (en la película) el único que cuenta. Así como Tarantino pone en suspenso y duda dos masacres históricas como la larguísima esclavitud negra en los EE.UU. y el Holocausto en la Alemania nazi (que el director ya había igualado en el “juego de adivinación” de Bastardos sin gloria - “¿Fui llevado a América contra mi voluntad?”; “¿Fui encadenado y maltratado?”; “¿Fui asesinado por las fuerzas del orden?”; “¿Soy la historia de la raza negra en los Estados Unidos?”; “¿No? Entonces soy King Kong”), Spielberg usa el cine y el poder de la ficción para poner en suspenso la política y el sistema republicano estadounidense. Subraya el aspecto teatral de los debates parlamentarios, y después deja que los personajes bajen del escenario y los muestra en planos menos heroicos, sin contrapicados, para que digan lo que realmente tienen que decir, para que expliquen por qué actúan -en el sentido dramático- como actúan (es central el personaje de Tommy Lee Jones al respecto). La pregunta no es aquí “¿Qué hubiera pasado si?” sino “¿Se puede lograr algo justo y necesario sin violar las reglas en algún punto?”. Traducido: “¿Podía haber sido diferente?” . Queda claro -me queda claro, la puesta de Spielberg y la invención de Day-Lewis lo esclarecen- que el hecho de que Lincoln haya sido un buen tipo es puro azar: cualquier gobernante que hiciera lo que él hace estaría más cerca del dictador populista o del demagogo que del Gran Emancipador.
Con Argo y con La noche más oscura tenemos un problema: que los héroes de ambas películas son agentes de la CIA y en la película de Bigelow además se lo (la) ve torturando. Un ejemplo de cuánto nos hemos olvidado de lo que el cine es y significa es el hecho de que se criticase que un héroe pueda pertenecer a la CIA. Es raro, muchos de quienes lo dicen son los mismos que aceptaban que el Oskar Schindler de La lista de ídem pudiera ser un héroe aunque estaba afiliado al partido Nacional Socialista Alemán y hacía negocios con él. Pero -creo- la necesidad de creer en la redención y la posibilidad de que ese personaje fuera finalmente “bueno” permitían todo tipo de exculpación y de enjuague ideológico. Nadie podría admitir la existencia de un nazi bueno (ya que estamos, la premisa de Tarantino es que no hay nazis buenos) aunque no existe razón lógica para que tal engendro no haya existido (y de paso, es raro que los mismos negadores de esta posibilidad hayan aplaudido un film que va a contrapelo de todo lugar común ideologista al respecto como El libro negro, de Paul Verhoeven, puro suspenso donde los resistentes son antisemitas y los nazis pueden tener algún rasgo de humanidad). Quizás, seguramente, no haya existido, tal cual, pero -repito- no hay forma lógica de demostrar que tal cosa sea imposible. Y además, en el cine (en el arte, claro) todo es posible y depende de la voluntad del artista decidir su existencia y de su talento hacer que lo creamos mientras vemos el film. Si en ese caso extremo es difícil la demostración, imagínense si se es agente de la CIA. La CIA ha impedido muchas muertes, por ejemplo, y ha logrado esclarecer muchos crímenes. No son ángeles con cuatro alas en cada omóplato, pero que alguien se escandalice porque Ben Affleck hace de un CIA bueno y no de que un tipo te robe un archivo de la computadora y lo haga público, la verdad es mala fe. En Argo, Affleck tiene una sola misión y objetivo: sacar de una situación de muerte segura a una serie de personas. Nadie les pregunta a esas personas si están de acuerdo con la política de Jimmy Carter. Y el guión no se hace el idiota cuando los agentes comentan como al pasar “sí, el Sha era un dictador sanguinario, pero como siempre si nos da una mano, lo bancamos”. ¿Es eso una crítica? No, es exponer el mundo donde ocurre el asunto, uno donde es imposible hablar de ideologías cuando de lo que se trata no es de matar personas sino de salvarlas. Argo es la película central del lote, porque efectivamente es la historia de gente que finge filmar una película para salvar el pellejo y tiene la complicidad de Hollywood. El film es universal, no local. El film no habla de Irán o del Sha o de la responsabilidad de la CIA. Ni siquiera condena explícitamente a Khomeini. Se trata de salvarle la vida a unos tipos y de la extraordinaria, desesperada aventura que eso implica. Que el contexto sea histórico refuerza el suspenso: justamente, como es “en la vida real”, sabemos que es imposible cualquier deux ex machina fantástico, que el final feliz solo es posible si fue real en el mundo tal cual es o era. Pero Affleck riza el rizo (estamos muy rizomáticos) y filma “como si” no fuera una historia real sino una fantasía de suspenso y espionaje. El efecto es que reaccionamos emocionalmente al film y creemos en lo que sucede porque lo vemos como una ficción absoluta y no como la reconstrucción de un hecho real (gran estrategia de Affleck colocar el cartel de “basado en” y las fotos del agente real, que era mucho menos parecido a Aflleck que a Roberto Gómez Bolaños). Y eso nos coloca nuevamente en suspenso: ¿puede un héroe definirse por su ideología o por la pertenencia a una entidad equis? ¿El heroísmo consiste en sostener una causa o en salvar una vida? ¿Por qué los críticos de cine no se hacen esa pregunta?
Con el caso de La noche... es en apariencia mucho más difícil, pero en realidad es engorroso. Aquí los espías, en tanto tales, ejercen todo el tiempo la ficción. Están en un país donde se los quiere matar (y se los mata), se disfrazan tanto para conseguir información como para realizar actos ilegales como torturar, y tienen que darle algún resultado al Gobierno que, al mismo tiempo, tiene que fingir que ellos no hacen lo que hacen. ¿Es Maya, la obsesiva espía que busca durante una década a Bin Laden a costa de abandonar su vida personal, una heroína? El chiste de la película, el que lleva al escándalo automático y no razonado, consiste en el hecho de que lo que Maya hace ha sucedido realmente. Hoy nadie se escandaliza demasiado porque Django reviente a tiros a un tipo mientras este grita de dolor de un modo desgarrador porque, claro, se supone que es una fantasía, y en las reglas fantásticas un asesino despiadado puede ser un héroe (sería como pedirle a Bruce Willis en Duro de matar que no le pegue más al pobre Godunov). De hecho, es una sutileza que Tarantino introduzca esos dolores de parte de uno de “los malos” en la banda sonora de modo tan ostensible porque nos coloca en una situación moral bastante intolerable. Sin embargo, por una insólita razón, el detalle de las sesiones de tortura en La noche más oscura han levantado una polvareda increíble, idiota. Torturar es lo que estos tipos hacen entre otras muchas cosas, y lo que el film plantea es en cierto sentido lo mismo que Lincoln: ¿El fin justifica los medios? Lo mismo sucede con la grandiosa, impresionante secuencia de la cacería. Es evidente que los marines están en posesión de más medios y más fuerza que los terroristas en ese momento, sin embargo todo es suspenso porque, de hecho, el peligro acecha en todas partes. Por eso la puesta en escena refuerza la oscuridad, lo laberíntico, lo infernal de la situación. Nunca vemos a Bin Laden (apenas algún pelo de barba del cadáver) porque Bin Laden no es Bin Laden, sino la representación de un peligro que está en todas partes y en ninguna, de algo inasible que estalla literalmente en cualquier lugar y contra cualquier prevención. ¿Qué es entonces lo que se juzga de una película que hace lo imposible por colocar cada acción y cada reacción en su contexto más justo? Porque aquí no hay abyección: Bigelow no trata de hacer un cuadro bonito cuando sus agentes torturan, sino que por encima de eso subraya la sordidez, la ilegalidad, la desigualdad del acto. Sin embargo, el film plantea algo inusual, algo que también plantea Lincoln: ¿Se puede lograr algo justo sin cometer un acto injusto? Que acompaña la pregunta paradójica de Argo: ¿Se puede resolver una situación desesperada sin optar por el engaño?
Ya escribí en el número anterior sobre Una aventura extraordinaria, pero hay algo interesante no en el film sino en la existencia del film que explica todos los anteriores: el hecho de que el protagonista cree una ficción para poder vivir con la realidad. Estoy seguro que, incluso de modo inconsciente, Hollywood padece hoy ese ersatz y, por lo tanto, un proyecto tan poco habitual como ese film, “la adaptación de una novela considerada infilmable”, se volvió viable justamente por eso. La puesta de Ang Lee es narrativamente torpe (realmente uno no sabe con qué criterio se elige que un plano siga a otro) pero lo que más destaca es su artificialidad evidente, que le quede claro al espectador que está viendo un cuento de aventuras creado al tiempo que se va narrando (algo similar sucede con una película absolutamente genial y poco apreciada como Titanic). Finalmente se trata de una parábola en principio teológica. Pero también en la pregunta de cuál es el sentido de la ficción en el mundo, del cine en el mundo. En qué nos ayuda a vivir, en qué sentido el juego se ha vuelto ya no necesario sino absolutamente imprescindible. El éxito de la fantasía en los últimos quince años reside más en la necesidad de pensar que el mundo puede ser otra cosa que en la maravilla demasiado cotidiana de los efectos especiales.
Lo que nos lleva a El lado luminoso de la vida, la película que más me gusta -no la mejor, la mejor es Argo, ya lo dijimos- de todo el lote. Hay un bipolar que vive en una mala ficción, que imagina cosas que lo llevan a una violencia justificada porque también ha vivido cosas horribles. Hay una chica depresiva que ha perdido a quien amaba de un modo terrible. Pero lo que hay, además, es una historia que no se cuenta, que se intuye, que se reconstruye a partir de una mirada al sesgo y de pocos datos (¿cómo sabe ella todo lo que le pasa a él en las sesiones con el psiquiatra? ¿Cuál es el grado de complicidad de los padres en ese “proceso” de redención -que no de cura, atención- del personaje de Bradley Cooper?) que sostiene todo aquello que parece arbitrario en el film. Después de todo, tanto ella como él construyen mentiras para ocultar lo que les pasa. Y hay en este film un movimiento paradójico y absurdo que confirma todo lo que pasa en los otros. Si en Django, Lincoln, Argo, La noche... o Una aventura..., la ficción sirve para ocultar que lo justo y lo necesario se llevan a cabo al margen de lo legal (es decir, que lo justo y lo necesario no son lo mismo que lo legal), aquí se trata de una fantasía, un cuento de hadas “ocultado” tras el velo del realismo. Justamente, oculta por ese artificio de lo “crudo” que se le reclama al cine para que sea relevante -el criterio torpe de los académicos, los contenidistas y los redactores de prospectos-, hay una verdad fundamental: la gente se enamora y eso es, perdón por el término, un milagro. El amor entre dos personas es algo que quizás pueda definirse por impulsos electroquímicos y por las incontables reacciones fisiológicas de dos seres de nuestra especie, pero lo que nuestra mente siente es inasible, sucede sin plan, es milagroso en el sentido más preciso del término. He leído el término “convencional” para referirise despectivamente al film, como si el lenguaje mismo no fuera convencional, o como si la venganza de Django o los discursos de Lincoln o la tortura de Maya no fueran, también, convenciones. También el evidente motto de que los dos perturbados de la película son “menos locos que quienes están alrededor”, y eso es cierto. Pero no he leído por qué es convencional ni por qué David O. Russell termina mostrando que la locura de sus protagonistas no es una prueba de anormalidad sino todo lo contrario. La respuesta, creo, está también en el resto de las películas de las que hablamos: que el mundo se ha vuelto demasiado complejo, demasiado tapado por discursos, representaciones, falsedades, mentiras, velos, manipulaciones. Que vivimos ya no en un bosque de símbolos sino en una jungla de la que no podemos salir a menos que, a la Buster Keaton, tomemos todos esos símbolos bajo nuesto poder y los orientemos hacia algún tipo de verdad o, mejor, algún tipo de justicia. Que el cine, incluso contando hechos reales, pueda generarnos preguntas universales que trascienden el tiempo y el espacio, que los hechos más establecidos por la verdad documental o por la ficción mejor tramada (Django rescata a su mujer, Lincoln logra abolir la esclavitud, Pi Patel se salva de la muerte, Pat y Tiffany se enamoran, Maya captura y mata a Bin Laden, Tony Méndez rescata a los diplomáticos) merezcan ser puestos en tela de juicio es lo que aparece como una constante demasiado clara, demasiado presente como para que la ignoremos. Son todas películas de infiltrados, de tipos que se meten en donde no deben mimetizándose con el paisaje para poder lograr justicia, ni más ni menos (Django se hace pasar por negro esclavista, por ejemplo). ¿Es tan global la trampa que la búsqueda de algo justo o verdadero solo puede llevarse a cabo como infiltrado, como -diría Ernst Jünger- un emboscado?
Me da la impresión de que los cineastas inteligentes, intuitivamente, se dan cuenta de que vivimos en el mundo de La cabaña del terror y, a puro ejercicio estético, nos están diciendo que pongamos todo en cuestión, que busquemos la salida del sótano. Una verdadera crítica de cine, hoy, debería pasar por comprender o negar esa idea, por volver a pensar en el sentido de las imágenes en la pantalla, no fuera de ellas, no como indicios de una nota de investigación periodística o como estímulos para una pequeña y difusa catarsis sensorial.
O, dicho de otra forma, tenemos que volver a romper todo, a replantear todo y a dejar de copiar los modos de la crítica estadounidense utilitarista que piensa solo en la recepción del mercado o de la crítica estadounidense políticamente correcta que piensa solo en cómo ser demagoga del público bienpensante. Infiltrarnos en el cine, en el sistema clientelar de la escritura sobre cine y quebrarla. Recuperar el placer de ver películas, o, mejor, de mirarlas y explorarlas. Y decir por qué son como son y para qué creemos que son así. Estos films del Oscar, los que la industria quiere que la represente como una entidad relevante extracinematográficamente, son síntomas sociales, pero lo social es difuso: más que eso, son realidades estéticas, tan definitivas como una ejecución o como un beso.
Muy bueno Leonardo. Que lástima que el cine tampoco pudo escapar de las ”cancelaciones“ que hoy se hacen para no dañar a tal o cual público. Como si el público no vivenciase a diario lo que se plantea en el film. Plantear historias sin crudezas, pasa a ser una versión digerida. Un híbrido
Gracias! Desgraciadamente, en este campo las cosas empeoraron en lugar de mejorar.
Comencé y pensé que lo iba a leer por etapas -por lo largo del texto- pero después no pude parar. No sé si lo que se dice de las películas está "bien" o "mal" -ya que ví dos o al sumo tres, y no las recuerdo- pero qué bien está dicho, sin apartarse del eje del texto sobre el ejercicio de la crítica.