La máquina del tiempo tiene un delicado mecanismo de relojería y un plato que gira a velocidad constante. Cuando su brazo metálico se levanta con un suave chasquido el complicado sistema de ruedas, motores y palancas se pone en funcionamiento, iniciando ese proceso inexplicable que lo va a arrancar del presente y lo va a llevar a otra época y a otro lugar.
La máquina no es nueva. Fue hecha en un país lejano hace ya más de tres décadas encima. Algunas marcas en la carcasa delatan ese recorrido que sin duda no estuvo exento de malos tratos. Porque una máquina que ha pasado por varios dueños podría contar seguramente un poco de todo. Tal vez recordaría, si las máquinas pudiesen recordar, a propietarios cuidadosos, solícitos custodios de su aceitado funcionamiento, y también a otros algo indolentes y bruscos, torpes operadores que la dañaron sin mucho remordimiento. Pero una máquina noble siempre merece encontrar al final de su camino una restauración, un propósito y una nueva vida. Como en este caso.
El la tiene instalada en la sala de lectura, en un estante de la enorme biblioteca adosado especialmente para sostenerla. Debajo, prolijamente ordenados, una centena de discos. Ese es su lugar en la casa, el refugio personal que reconquistó cuando los hijos crecieron y tomaron sus propios rumbos. Desde la llegada del dispositivo pasa algunas horas allí todas las noches, contemplando las rotaciones del plato iluminado y dejando que la magia que surge de los parlantes lo despegue del hoy y del acá. Viajando.
El viaje puede cambiar según su estado de ánimo y según la elección del medio, porque la máquina sola no decide el destino del viajero. Es éste el que pone en ella un recuerdo hecho de plástico, una rebanada de pasado, y luego la máquina hace lo suyo. No se trata solo de la música, ya que eso lo podría encontrar en otros formatos. Más prácticos, le dicen algunos, y él sonríe… ¿Qué sabrán esos? No, no es así de sencillo. Viajar como viaja él requiere de una combinación de varios sentidos, una ceremonia que sin el aparato que tanto lo fascina no haría más que recordarle alguna cosa u otra, como quien mira una foto. Esto es diferente. La máquina es necesaria no solo para reproducir sonidos: la contemplación de sus formas y sus movimientos forma parte indivisible del proceso.
El, el viajero del tiempo, la mira y disfruta tanto de la belleza de esas piezas que se mueven con la precisión de un reloj suizo como de absorber los acordes que destilan. Montado sobre lo que ve, lo que toca y lo que oye camina hacia algún momento ya lejano de su vida. Muchas veces lo acompaña un vaso de whisky. Se sienta en el viejo sillón trago en mano y viaja. Viaja hacia atrás, muy atrás. Vuelve a lugares que ya no existen y se encuentra con personas que ya no están.
Los discos son un pasaporte, un ticket de salida hacia esas dimensiones del pasado. Los conservó todos estos años en un rincón, retazos de un siglo extinto de los que no había querido desprenderse. Hoy recoge los frutos de su porfía. Es que ahora, gracias a ellos y a esta máquina perfecta que los reproduce, puede regresar por un rato a la vieja casona de su adolescencia. Está sentado de nuevo en el gastado piso de roble, la espalda contra la pared, y conversa con sus amigos como antes; se siente otra vez como si todos los episodios de su vida estuvieran aún por escribirse.
Cuando los últimos ruidos metálicos del mecanismo de retorno del brazo cesan el silencio envuelve la casa. El plato todavía da unas vueltas antes de detenerse del todo.
Se levanta no sin esfuerzo, se sirve una segunda copa y busca otro disco en la estantería colmada. No es tan tarde y es sábado. Queda tiempo para algún viaje más.
"un recuerdo hecho de plástico"