¿Por qué Julia? No lo sé, no recuerdo cómo empezó todo. A esta altura de la vida la memoria es un montón de fotos y películas mezcladas y contradictorias. Por ejemplo, si me preguntás rápido y yo te contesto sin pensar, te voy a decir que Santiago, mi mejor amigo de la infancia, se fue a vivir a Tucumán justo después de que falleció la mamá. Teníamos ocho o nueve años y cuando empezaron las clases la maestra nos contó del accidente en la Ruta 9. Mi recuerdo es que en esas mismas vacaciones el papá decidió quedarse en su provincia para que la familia lo ayudara con los tres hijos, pero Santiago siempre me corrige: ese año volvieron como dos meses más tarde y se tomaron dos años más antes de instalarse en Tucumán. Y entonces recién ahí, acomodando las piecitas desparramadas del rompecabezas, me acuerdo de un día que se quedó a dormir en casa y mi mamá lo felicitó por lo bien que se lavaba los dientes y él le respondió que lo hacía de la forma que le había enseñado su mamá y así la recordaba mejor.
Pero es mentira lo de Julia, me acuerdo perfectamente. Cuando entré al Industrial las chicas no hacían precisamente cola para ingresar a una escuela técnica: en mi división éramos veinticinco varones y siete mujeres. La más linda de las chicas, sin lugar a dudas, era Vivi, la única que lograba que el guardapolvo gris le quedara como un vestido de fiesta. Vivi era una morocha llena de curvas que todos los días tenía que ir al baño a sacarse el maquillaje para que no la sancionaran. Y ahí nomás, rubia y lánguida como las Trillizas de Oro, estaba Eugenia, sus polleras siempre al límite de lo antirreglamentario. Nunca entendí qué hacían esas dos en el Industrial, porque parecía que no había nada que odiaran más que ensuciarse en el taller. Y así y todo se recibieron, como todos, y partieron raudas a sus futuros de psicóloga o profesora de educación física. Las otras chicas no estaban mal, al menos eso es lo que recuerdo ahora: Pato era tan alta que sólo Juan y Martín la pasaban, Marce un poco gordita para su poca altura y demasiado extrovertida, Flor tenía una fuerza impresionante y Diana era la traga de la división. Y después estaba Julia, y si ahora te tengo que decir por qué me enamoré de Julia, voy a terminar confesándote que ella era “la que me quedaba”.
No, no me malinterpretes, ya sé que dicho así suena un poco feo pero no te estoy diciendo que la elegí por descarte. Más bien lo que siento, ahora, todos estos años después, es que Julia era la chica a la que yo me creía capaz de llegar. Porque Vivi y Euge eran esas diosas imposibles, que salían con chicos “de la facultad” y ni por equivocación se iban a fijar en un compañero de división. Pato me sacaba más de una cabeza y hasta calzaba más que yo, Flor me daba miedito y las otras no me parecían ni muy lindas ni muy interesantes. Y entonces quedaba Julia, y Julia… era perfecta para mí porque, igual que yo, en el grupo grande de la división no sobresalía demasiado. Nunca estaba en el centro de atención ni era el alma de las fiestas. Igualito que yo. Amaba el taller, las herramientas y las matemáticas, igual que yo. A medida que fueron pasando los meses, Julia estaba cada vez más, siempre con sus ojos brillantes y la sonrisa indomable.
Nos hicimos más amigos cuando el azar nos juntó en un trabajo práctico de física. Teníamos que hacer ensayos en el laboratorio y juntarnos a investigar en la biblioteca, armar un informe que después había que presentar en la exposición anual del colegio. Éramos cinco en el grupo, pero ella se puso el trabajo al hombro porque los otros chicos no hicieron nada. Julia hizo todo y yo estaba ahí, porque ahí estaba ella. A esa altura, más o menos a la mitad de nuestra historia en el colegio, yo ya estaba enamorado hasta la coronilla. Después de la presentación, en la que nos sacamos un diez, decidí que tenía que hablar con ella y contarle lo que sentía. Necesitaba una ocasión especial y justo apareció la primera fiesta de quince: el cumpleaños de Eugenia.
Tenía un mes para que todo saliera perfecto. El terreno era conocido, porque la fiesta era en el quincho de la casa de Eugenia, el lugar donde siempre hacíamos las reuniones de toda la división porque ocupaba prácticamente una manzana completa. Me imaginaba que en el transcurso de la fiesta podía usar cualquier excusa para llevar a Julia al borde de la pileta, lejos de todos, y hacer algo bastante romántico. Ella seguramente iba a estar de vestido, así que yo le pedí a mi mamá que me alquilara un traje con chaleco. Pasé muchas tardes escribiendo y ensayando lo que le iba a decir e imaginando cómo iba a ser todo, qué iba a decir ella, su sonrisa y sus ojos y el beso inmenso que le iba a dar.
Para agregarle color a la historia, el día antes de la fiesta jugábamos la final intercolegial de fútbol contra nuestros eternos rivales, los del Nacional. Nuestro equipo venía imbatible y nadie dudaba de que íbamos a ser campeones. Y así fue, jugamos nuestro mejor partido, ganamos y, cuando dábamos la vuelta olímpica ahí estaba toda Julia festejando con nosotros. Ella estaba tan linda y yo tan feliz que casi me dejo llevar y me declaro ahí mismo. Pero no, mi plan era tan bueno que me daba lástima desperdiciarlo. Había esperado tanto tiempo que podía perfectamente esperar un día más. Y tratando de ser perfecto me quedé sin nada.
Ya era casi de noche cuando entramos a los vestuarios. Algunos de los chicos todavía teníamos ganas de cantar y saltar y nos demoramos en el centro de la cancha. Pero había que apurarse porque nos esperaba la cena de los campeones en el Rotary Club. Entré con los últimos pero atrás mío venía Martín, con una euforia que desbordaba sus casi dos metros de altura. “Somos campeones, somos campeones” le grito y él también, “somos campeones” y enseguida “no sabés lo que me pasó, loco, acabo de ponerme de novio… le dije a Julia si quería salir conmigo y me dijo que sí… es un flash, loco… ¡somos campeones y mañana voy a la fiesta con novia!”.
"A esta altura de la vida la memoria es un montón de fotos" 🏆