Cuando comenzamos con la escritura -no me refiero a la hoja en blanco sino a la vida en blanco- podemos escribir cualquier cosa porque no tenemos una puta idea de los modales en la literatura, no hemos desarrollado aún nuestros criterios y barreras y menos aún nos hemos encerrado en una estética. Además todavía están verdes nuestros prejuicios y vergüenzas, así que nos censuramos muy poco.
De a poco desarrollamos límites, nos crecen como forúnculos. No hemos escrito aún un buen cuento pero ya miramos de reojo al compañero del taller de escritura que tuvo la novatada de escribir “una primaveral tarde”. La superioridad que adquirimos en nuestros dos meses de talleristas nos deja claro que ahí hay un límite que no vamos a cruzar. Y que ese compañero quedó del otro lado y más le valdría ir comprando una parcela en el cementerio privado de los juntaletras.
Al mes siguiente, con todo nuestro bagaje literario y nuestra flamante colección de límites, nos inscribimos en un Mundial de Escritura. Nuestra bien ganada experiencia pone las cosas en claro: las consignas de ninguna forma sirven para ampliar nuestros límites, sino todo lo contrario. Son para que las critiquemos y nos encerremos aún más en el bunker de nuestro estilo. Después de todo, los consigneros ¿a quién le ganaron? No deben estar a más de dos salitas de distancia en los talleres de los viernes.
A esta altura nuestro bunker se fue achicando hasta ser monoambiente. Pero estamos orgullosos de sus muros, que levantamos con coraje durante todo el año de nuestra carrera en las letras. La pared Sur, a pesar de sus problemitas de humedad, es el último bastión que nos mantiene del lado del buen gusto. Del otro lado, están los que escriben “hacer el amor”. Dios nos libre de tamaña cobardía, acá los mojigatos no entran. No son mejores que los que escriben “fornicar”, remilgados protohumanos. Y nunca faltan los que dicen “coger”. ¿Es necesario? A ver: ¿escribimos para las bibliotecas, para la eternidad, para el Nóbel o escribimos fanzines para pibes del secundario? En fin. Nos quedamos de este lado del muro evaluando expresiones alternativas como “acto sexual”, “liar”, “ponerla”, pero nos permitimos dudar, tal vez un par de meses más de taller nos ayuden a encontrar la palabra justa. O la persona con quien practicar. En la pared Norte está la ventana y está también el temita de los adjetivos: deben ser justos y medidos. Y además, precisos. Sobre todo precisos. De Borges a este tiempo el diccionario no se ha achicado sino al contrario, así que no tenemos excusa para no ser jorgeluises al adjetivar. En la pared que da al Oeste están todos las cuestiones de la escritura que aún no entendemos muy bien a pesar de lo cual tenemos una fuerte opinión al respecto. El uso de adverbios terminados en mente, por ejemplo. Por ahora sabemos que no hay que usarlos y para no olvidarlo nos lo hemos tatuado en un brazo y hemos quemado todos los libros que los usan. ¡Y los gerundios! Ay, ay, los gerundios. Jamás ganaremos un premio si los usamos. En la pared que da al Este se encuentra la puerta por la que no dejaremos entrar ni salir metáforas. Digamos las cosas como son: ya todas las metáforas han sido usadas. De vez en cuando escuchamos alguna que nos suena bien, posiblemente porque la hemos pensado antes. Por otro lado, ¿alguien ha escuchado alguna vez que se hable de “Fulano, el gran metaforista”? No. Las metáforas no garpan, no están de moda y confunden al lector. No olvidemos que debemos escribir para la posteridad pero un poquito también para los lectores.
Pasan los años y llega el momento en el que con un par de mundiales a cuestas, un taller casi completado y los dos estantes de nuestra biblioteca ordenados prolijamente por orden alfabético, tenemos clara nuestra estética y ya no nos preocupan los límites en tanto no nos salgamos de ellos. Hemos escrito cartas de lector, hemos enviado poesías a los concursos, y si bien nunca tuvimos el tiempo para escribir una novela se nos han ocurrido argumentos perfectos.
Eventualmente, y de a poco, algo escribimos. Al bunkecito lo pasó por arriba la topadora de nuestra memoria. Sin límites nos cuesta un poco, pero no saber cuáles son nuestros límites nos empuja a explorar y llegar mucho más allá de la frontera del barrio de los bunkers.
Y llega el día en el que estamos escribiendo para el enésimo mundial mientras pensamos que los límites que nos ponemos en la escritura tienen algo de cíclico, que la única manera de saber qué fronteras nos permitimos cruzar es habiendo levantado y derribado otras. Esos pensamientos no nos evaden de la duda que sigue ahí: ¿al final, se podía o no escribir “coger”?
Soy novata. Sigo en bavia, por suerte, de otra manera jamás hubiese puesto un pie en este lugar. En el fondo soy solo una corsaria más.
Leí por lo menos tres adverbios terminados en mente. Estoy INDIGNADA.
me siento demasiado identificada con todo esto